La noche más rara de Campo Cámara


A pesar de que el día amanecía despejado o, quizá por eso mismo y a que estaba recién estrenado el mes de Abril, la mañana era fría, casi invernal.


En su escapada por las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas, habían visitado los pueblos de La Iruela, Cazorla y Tíscar, viniendo a hacer noche a Pozo Alcón.


Tras desayunar, mejor tostada con aceite no iban a probar en su vida, y antes de que saliese el sol para aprovechar bien el día, cogieron el coche en dirección a Castril, al objeto de visitar dicho pueblo y quizá adentrarse al Nacimiento del río de mismo nombre que, según les habían comentado, estaría digno de ser contemplado dadas las abundantes y recientes lluvias.


La larga recta discurría entre las altas cumbres de la Sierra aun blancas de nieve, dominadas por el Pico Cabañas, y el Barranco del Guadalentín.

          - Bar Restaurante Kilómetro 6. Quizá paremos aquí a la vuelta para cenar.


La rectitud de la calzada terminaba en una pronunciada curva que escondía un frondoso bosque de pinos, y más adelante un pantano con las compuertas abiertas, evacuando un furioso torrente de agua en un espectáculo ensordecedor e hipnótico.


Al tornarse de nuevo el paisaje en cerrados pinares, les llamó la atención un cruce de caminos, o más bien un desvío.



Como era temprano, decidieron que no estaría de más comprobar qué se escondía tras el barranco que divisaban antes a su derecha, así que tomaron la carretera que se dirigía hacia ese pueblo de nombre tan extraño, Campo Cámara.


Primero pinos, pinos, y más pinos, una risca elevada rematada por una pequeña caseta en la cumbre, con una pared vertical que bien podría albergar varias vías de escalada, actividad deportiva a la que la pareja era aficionada. 

De pronto, lomas verdes y un cortijo, una curva muy cerrada y al final de ésta, el infinito.




Un cortijo grande con paredes de piedra y las relucientes cumbres de Sierra Nevada, enmarcaban un paisaje inabarcable, salpicado de algún que otro cortijuelo suelto, tres gavillas de casas más compactas, un cementerio, dedujeron por los cipreses que se elevaban sobre las tapias, y más allá una altiplanicie inmensa de sembrados, olivos, almendros, pinos, carrascas y una tierra rojiza que se desprendía entre vapores de la tardía helada nocturna.



Una privilegiada llanura que, delimitada en levante y poniente por sendos abruptos desplomes, unía el solitario y orgulloso Cerro Jabalcón con las faldas de las frondosas Sierras de Cazorla.


El improvisado desvío había merecido la pena tan solo por haber podido contemplar tan magnífico paisaje.

El pueblo no parecía muy monumental, con construcciones más bien recientes a excepción, quizá, de la pequeña Ermita de aspecto descuidado que habían visto antes del cementerio.


Se adentraron a pie por la que parecía la calle principal, de hecho se llamaba Calle Mayor, sin encontrarse con nadie en su camino.


El silencio era sepulcral y la brisa que venía de levante era fría y ligeramente húmeda, pero limpia y revitalizante.


        -  Nada, esto parece un pueblo fantasma.

        -  Mira, Bar la Herradura. Cerrado.

        -  Estanco. También a cal y canto.

        -  Espera, ¿qué es aquello?

       -  Pero, ¡¿qué ha pasado aquí?!


Sobre una acera, elevada de la calzada más de un metro por medio de un muro de hormigón, yacía un coche volcado de lado. No había cristales rotos ni líquidos esparcidos por el suelo, ni señal alguna de cómo pudo terminar tal vehículo en semejante lugar.

        - ¿Qué diablos?, ¡mira!


Más adelante, esta vez en mitad de la calle, un remolque agrícola estaba recostado sobre uno de sus laterales, cortando la calle completamente, como caído del cielo.


Con los ojos de par en par y la boca abierta, a su derecha, la puerta de entrada a una casa se encontraba a medio tapiar, varias filas torcidas de ladrillos y los restos de una improvisada mezcla de cemento parecía abandonada apresuradamente, a medio terminar.


Al fondo, una anacrónica rueda de madera de un antiguo carro, impedía la entrada y salida a otra vivienda.


La sorpresa y el estupor inicial se tornaron en miedo. ¿Qué habría pasado en este pueblo la noche anterior?, ¿una incursión de platillos volantes, un brote de histeria colectiva, un holocausto zombi?

        - Debemos volver a Pozo Alcón y avisar a la Guardia Civil, dijo ella.

       -   ¡Calla!, le interrumpió él tapándole la boca con la mano. Escucha...


La gélida brisa arrastraba en su seno un rumor, una especie de lamento, quizá una música primero lejana y casi inaudible, y ahora un poco más reconocible y nítida.


          - Viene de la calle de abajo.


Se apostaron con temor en la esquina del estrecho callejón que bajaba de la Bodega, también cerrada, hacia las calles de abajo, y entonces distinguieron un canto:


Perdoooooooona a tu pueeeeeeeblo, Seeeeeeñorrr.

Perdoooooooona a tu pueeeeeeeeeeblo, perdoooooooonale, Seeeeeñoooooor.



Pálidos, a punto de salir corriendo, el sonido de unos apresurados tacones que se aproximaban por su espalda les sobresaltaron, ¡casi les da un infarto!


La señora, impecablemente vestida, permanente en el pelo con olor a laca y un ramo de olivo en la mano, no mostró sorpresa alguna ante los vehículos esparcidos por doquier.

         - Buenos días, y…, perdone. 

Logró articular ella, o más bien balbucear mientras él permanecía mudo, estupefacto, 

     - ¿sabe qué ha pasado aquí?

        Buenos días. Nada, que es Domingo de Ramos. Cosas de zanguangos.



Dijo mientras bajaba rauda el callejón y se unía a la comitiva que, en ese momento, cruzaba la calle en procesión.





Costumbre curiosa y pintoresca es “poner ramos” la madrugada del Domingo de Ramos. 

Antiguamente consistía, literalmente, en colocar, por parte de los muchachos, ramos de flores en las casas de las pretendidas muchachas del pueblo.


Esta costumbre es, o más bien era, practicada en varios pueblos de la geografía española. De una rápida búsqueda en internet se puede extraer que hasta en alejados pueblos de Galicia se llevaba a cabo.


Distinta es la variante de los carros, coches, remolques, animales vivos o muertos, ladrillos, ruedas de tractor, y un largo etcétera, que en momento dado, sustituyeron a los bonitos y, ciertamente más cursis, ramos de flores.


Por parte de quien suscribe sólo he encontrado otra referencia a tal costumbre, concretamente en el pueblo de Roquetas de Mar, donde dicha noche se conoce como la Noche de los Carros. En el siguiente enlace se cuenta lo siguiente:

   
LA NOCHE DE LOS CARROS 


En la noche del sábado al domingo de Resurrección, era costumbre en este pueblo de poner ramos y macetas a las muchachas por sus pretendientes. Esto en otros pueblos cercanos se hacia el Domingo de Ramos, pero nosotros lo cambiamos al domingo siguiente.

Esa noche lo más importante, no era ni los ramos ni las macetas, lo importante era traer cosas a la Plaza de la Iglesia después de la Misa de Resurrección.

Durante muchos años esta costumbre se mantenía, nunca pasó nada ni se tuvo problema alguno.

En los cortijos algunos dueños aquella noche dormían en los carros y en algunas ocasiones se juntaban un grupo grande de personas y cogiendo el carro en peso, lo dejaban en la plaza con el buen hombre dormido.

Un señor que le daba mucha rabia de que le pusieran cosas tenía una peluquería y le dejaban en la puerta del local un yugo de las vacas.

Pero una de las cosas más anecdóticas era La Bola de José, el de Ángel, este señor tenía una bola grande en la esquina de su casa que estaba en la plaza para reservar su esquina de los posibles golpes de los coches que pasaban.

Este hombre esa noche vigilaba su bola pero de alguna forma lo distraían y se la llevaban, esa era siempre la mayor apuesta de los muchachos.

Roquetas se hizo muy grande y con pocos Roqueteros autóctonos en los años ochenta se produjo algún problema y en unos años desapareció esta costumbre pero los Roqueteros la añoramos.


Sin duda, se trata de unas de las noches más extrañas, divertidas y colmada de anécdotas que, los que han podido vivirlas de jóvenes, recordarán con nostalgia y una sonrisa en la boca.

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